Lo normal era, cuando las posibilidades económicas de la familia lo permitían, confiar la educación de las niñas a las monjas de un convento, donde pasaban los últimos años de su infancia hasta que llegaba el momento de casarlas si esos eran los planes de la familia, pero lo cierto era que conforme iban pasando los siglos XVI y XVII, la pensión en un convento se iba encareciendo por lo que se convertía en un lugar educativo para un determinado sector de la población, ricos, aristócratas o grandes burgueses. Así, cuantas más caras eran las tarifas, mayor número de niñas de sangre azul son las que se encuentran entre las alumnas.
Después de la casa, el convento es el sistema de educación más antiguo; ya en la Edad Media las niñas pequeñas eran recibidas allí, y rondando la Edad Moderna, va evolucionando su uso pedagógico. Hasta el s. XVII, el convento ofrece a las familias sobretodo, el recurso de un lugar de retiro o guardería, y en el mayor de los casos, la iniciación a la vida monástica. Ya en los s. XVI y XVII, muchas veces el convento es la antecámara del noviciado.
Las niñas cuyos padres, por lo general por motivos financieros de economía de dotes, puesto que la dote para el convento era siempre menor que la dote para el matrimonio, destinaban muy pronto al claustro, precisamente las niñas que ya estaban destinadas a no contraer matrimonio bien por la ya mencionada dote o por la existencia de hermanas mayores, pasan de la clase de internas a la de novicias, sin tiempo para salir y conocer mundo. Así pues, el autorreclutamiento que se nutre del internado es entonces muy importante para las órdenes femeninas.
Es a principios del s. XVII cuando todo empieza a cambiar de manera paulatina, cuando determinadas órdenes religiosas comienzan a especializarse en la enseñanza, así las expectativas de las familias también cambian; sólo colocan allí a sus hijas por un tiempo limitado. Cada vez son más las jóvenes destinadas al mundo y no al claustro, por donde sólo pasan transitoriamente, por lo que inevitablemente el convento se abre al exterior. Ya no funciona como un recinto cerrado con autorreclutamiento gracias a la estimulación de vocaciones precoces más o menos forzadas.
En los conventos se dan cuenta entonces de su labor, y es que sabiendo que las niñas habían nacido para el mundo y no para quedarse, se ocuparon de inculcarles los deberes que deben cumplir en la sociedad y de procurarles los conocimientos y los adornos que permitan distinguirlas.
Las comunidades que reciben alumnas en pensión sin preocuparse por enseñarles nada, sino tan sólo porque el internado presenta un interés financiero, no suelen tener más de una clase, que reúne a unas treinta internas de todas las edades. Por el contrario, las religiosas que enseñan por vocación, instauran clases de niveles diferentes, lo común es que fuesen tres: las pequeñas, las medianas y las grandes. Cuando se albergaba a un centenar de niñas, se disponía de locales bastante amplios. Los conventos-guarderías se conformaban con arreglar un aula y un dormitorio, mientras que en otros más importantes como el de las ursulinas, por ejemplo, la infraestructura escolar se subdivide y se especializa. El internado tiene además su propio refectorio, su enfermería, y en ocasiones, su locutorio y cocina. La clase, sea como sea, ya no se inserta en la vida monástica, sino que constituye el objeto de una verdadera inversión en locales y en personal.
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